He tardado en abrir esta página del blog porque temía que la lista se hiciera demasiado grande.
Pero las cosas son como son, y en nuestras escuelas hay demasiados maestros que, en realidad, no lo son. Ni enseñan ni aprenden.
Como el que tuvo Richard Gerver: me acuerdo de uno de mis maestros, claramente de la vieja guardia, que tenía su aula montada para rendir homenaje a los dioses de la Antigüedad. Era un hombre aterrorizador, también fumaba en pipa. Cuando hacíamos algo malo, que en mi caso era a menudo, nos hacía inclinarnos ante un cartel de Poseidón y pedir perdón. Él permanecía de pie sobre nosotros, ladrándonos las instrucciones mientras lo llevábamos a cabo. La clase era su reino y nosotros éramos visitantes privilegiados. En términos de progreso, ese fue el peor año de mi vida escolar. Claramente, la mayor parte de las aulas de hoy en día no se parecen a esa, en particular por el olor reconcentrado a tabaco, pero aún así, muchas están gestionadas por maestros y maestras que anteponen sus propios hábitos y comodidades. Richard Gerver, "Crear hoy la escuela del mañana", SM, Biblioteca Innovación Educativa, mayo de 2012
Mis profesores malos me dejaron un recuerdo gris y agrio, como de olor a orines (yo me lo hacía encima cuando me pegaba) y vergüenza.
Paul Auster leyó que después de haber escrito su Tractatus cuando era soldado en la Primera Guerra Mundial, Wittgenstein consideró que había resuelto todos los problemas de la filosofía y ya no podía ir más lejos en la materia. Se colocó de maestro en un pueblo perdido en las montañas de Austria, pero resultó que no tenía cualidades para el puesto. Severo, malhumorado, violento incluso, regañaba continuamente a los niños y les pegaba cuando no se sabían la lección. No los cachetes de rigor, sino puñetazos en la cabeza y en la cara, palizas impulsadas por la cólera, que acabaron causando graves traumas a una serie de chicos. Corrió la voz sobre aquella indignante conducta, y Wittgenstein se vio obligado a renunciar a su puesto. Pasaron los años, al menos veinte, si no me equivoco, y para entonces Wittgenstein vivía en Cambridge, dedicado de nuevo a la filosofía y convertido ya en un personaje famoso y respetado. Por motivos que ya he olvidado, atravesó una crisis espiritual y sufrió un desequilibrio nervioso. Cuando empezó a recuperarse, decidió que el único modo de recuperar la salud consistía en volver al pasado y pedir humildes disculpas a cada persona a la que hubiera ofendido o perjudicado. Quería purgar la culpa que le corroía las entrañas, limpiar su conciencia y empezar de nuevo. Como es lógico, ese camino lo condujo de nuevo al pequeño pueblo de montaña en Austria. Todos sus antiguos alumnos eran ya adultos, hombres y mujeres de veinticinco a treinta años, pero el tiempo no había atenuado el recuerdo del violento maestro. Uno por uno, Wittgenstein llamó a su puerta y les pidió perdón por su intolerable crueldad de dos décadas atrás. En ocasiones, llegó literalmente a hincarse de rodillas y suplicar, implorando la absolución de los pecados que había cometido. cabría imaginar que una persona que se viera ante tales muestras de sincero arrepentimiento sentiría compasión por el doliente peregrino y acabaría transigiendo, pero de todos los antiguos alumnos de Wittgenstein, ni uno solo estuvo dispuesto a perdonarlo. El dolor que había causado era demasiado profundo, y su odio hacia el maestro trascendía toda posibilidad de gracia.
Pero las cosas son como son, y en nuestras escuelas hay demasiados maestros que, en realidad, no lo son. Ni enseñan ni aprenden.
Como el que tuvo Richard Gerver: me acuerdo de uno de mis maestros, claramente de la vieja guardia, que tenía su aula montada para rendir homenaje a los dioses de la Antigüedad. Era un hombre aterrorizador, también fumaba en pipa. Cuando hacíamos algo malo, que en mi caso era a menudo, nos hacía inclinarnos ante un cartel de Poseidón y pedir perdón. Él permanecía de pie sobre nosotros, ladrándonos las instrucciones mientras lo llevábamos a cabo. La clase era su reino y nosotros éramos visitantes privilegiados. En términos de progreso, ese fue el peor año de mi vida escolar. Claramente, la mayor parte de las aulas de hoy en día no se parecen a esa, en particular por el olor reconcentrado a tabaco, pero aún así, muchas están gestionadas por maestros y maestras que anteponen sus propios hábitos y comodidades. Richard Gerver, "Crear hoy la escuela del mañana", SM, Biblioteca Innovación Educativa, mayo de 2012
Mis profesores malos me dejaron un recuerdo gris y agrio, como de olor a orines (yo me lo hacía encima cuando me pegaba) y vergüenza.
Paul Auster leyó que después de haber escrito su Tractatus cuando era soldado en la Primera Guerra Mundial, Wittgenstein consideró que había resuelto todos los problemas de la filosofía y ya no podía ir más lejos en la materia. Se colocó de maestro en un pueblo perdido en las montañas de Austria, pero resultó que no tenía cualidades para el puesto. Severo, malhumorado, violento incluso, regañaba continuamente a los niños y les pegaba cuando no se sabían la lección. No los cachetes de rigor, sino puñetazos en la cabeza y en la cara, palizas impulsadas por la cólera, que acabaron causando graves traumas a una serie de chicos. Corrió la voz sobre aquella indignante conducta, y Wittgenstein se vio obligado a renunciar a su puesto. Pasaron los años, al menos veinte, si no me equivoco, y para entonces Wittgenstein vivía en Cambridge, dedicado de nuevo a la filosofía y convertido ya en un personaje famoso y respetado. Por motivos que ya he olvidado, atravesó una crisis espiritual y sufrió un desequilibrio nervioso. Cuando empezó a recuperarse, decidió que el único modo de recuperar la salud consistía en volver al pasado y pedir humildes disculpas a cada persona a la que hubiera ofendido o perjudicado. Quería purgar la culpa que le corroía las entrañas, limpiar su conciencia y empezar de nuevo. Como es lógico, ese camino lo condujo de nuevo al pequeño pueblo de montaña en Austria. Todos sus antiguos alumnos eran ya adultos, hombres y mujeres de veinticinco a treinta años, pero el tiempo no había atenuado el recuerdo del violento maestro. Uno por uno, Wittgenstein llamó a su puerta y les pidió perdón por su intolerable crueldad de dos décadas atrás. En ocasiones, llegó literalmente a hincarse de rodillas y suplicar, implorando la absolución de los pecados que había cometido. cabría imaginar que una persona que se viera ante tales muestras de sincero arrepentimiento sentiría compasión por el doliente peregrino y acabaría transigiendo, pero de todos los antiguos alumnos de Wittgenstein, ni uno solo estuvo dispuesto a perdonarlo. El dolor que había causado era demasiado profundo, y su odio hacia el maestro trascendía toda posibilidad de gracia.
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